Del libro Tiempo De Callar, del autor homenajeado Hernando Track.
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La verdadera creación nunca se
promete un destino; elaborada en el acallamiento y la soledad, crece, como
algunos líquenes, en la quietud de ciertos remansos donde gobierna el
ordenamiento y administra la claridad. Pero si está levantada en la soledad,
también es el punto omega donde convergen todos los ruidos del mundo y las
voces de todos los hombres. Allí, precisamente, está su valor. Y el escritor
auténtico es el que sabe escuchar. Cerrado aquel oído que constituya el cordón
umbilical entre el artista y el mundo, la obra de arte pierde su sentido y su
calidad. Pero esto no significa que necesariamente deba sostener una tesis; la
única tesis que todavía vale la pena ser defendida, es el hombre. Y quizá nunca
perderá su eficacia. A menos que la insensibilidad de la época decida
precipitarnos al apocalipsis, un desastre que no ha consultado ni la ternura ni
el amor de unos pocos para quienes el mundo –a pesar de carecer de un sentido
que lo trascienda- no merece ser destruido. Porque, después de todo, es en el
mundo donde están el torso iluminado de la colina y la casa, y la miel del día
ya extinguido, mientras, como chispas en el yunque de una herrería, las
primeras estrellas ordenan el cielo. Su pensativa observación de los hombres no
tiene edad. Pero, entonces, las ventanas comienzan a iluminarse: otra mil, más
oscura y espesa, sosiega el corazón de los hombres. Y esta conciliación
demuestra que no todo es absurdo, que tiene tanto sentido recordar a la
cabecera de los enfermos, como escuchar la música pectoral que dulcifica la respiración
de los niños. Basta una luz desierta en la noche de los amantes para enseñar
que la vida tiene un sentido. Este sentido se encuentra extraviado, pero
algunos hombres saben que este sentido existe.
En Florencia, cerca de los muros
cavilosos de la Annunziata, las rosas
bermejas y blancas pacifican el aire, sonriendo suavemente en la primavera más
dulce y sosegada que he visto. El mundo adquiere un sentido en aquellas rosas,
y también en las aldeas, sonreídas y blancas, que asoman entre la severidad de
los pinos y en la fresca que verdiguea entre los viñedos. Es la mirada de los
hombres la que ha descaminado el sentido aquel. Y en tanto que el mudo tenga un
sentido, el arte lo tiene, también, pues la vocación del artista está edificada
sobre un inmensa fidelidad.
Y la obra de arte testimonia el
vacío y la estupidez de una época en la que el culto a la máquina nos ha
transformado en simples autómatas; pero también se obliga –si es que la parte
puede aceptar obligaciones sin desertar de su propia naturaleza- a testimoniar el honor de unos hombres para
quienes ninguna tarea pensante resulta válida si no está estimulada por cierta
luz que es la de la sensibilidad, y por cierto pesar que descansa en el desacuerdo
del corazón. En un mundo desesperado la obra de arte constituye un alegato
contra la misma desesperación. Conozco bien las razones que tenemos para no
dormir ni velar en paz.
En el mundo de hoy mantenerse
tranquilo es una forma de volver las espaldas, lo que conduce al acallamiento
de la conciencia. Pero si asistimos al espectáculo de un arte desosegado, y si
el artista no puede defender la calma del corazón y la Belleza ha perdido su
antigua eficacia, también es cierto que el arte puede proporcionarnos los
indicios del camino extraviado. Vivimos como habitantes descorazonados, en un
poblado donde solo es posible envejecer y callar. Y levantamos los ojos a las
estrellas en demanda de alguna luz, atemorizados en mitad de una noche que
parece no tener fin. Pero la tentativa es inútil. En vano erramos e con la
mirada intranquila por un cielo demasiado distante, pues la única luz que
habríamos podido encender es la que, sacrificado el fervor, apagamos en la
creencia de que, estimulando la oscuridad, no podríamos ver, y entonces
tendríamos el reposo que no acertábamos encontrar. La historia actual es una
vergüenza y una espantosa equivocación. No es extraño, pues, que quienes la han
construido se encuentren equivocados. Cuando le hicimos al arte exigencias que
su esencia no podía complacer, nos transformamos en sepultureros: enterramos la
Belleza, y ahora vagamos por el desierto, sin acertar a descubrir la estrella
herencial que, en un tiempo menos desapacible, nos atisbaba desde un cielo en
el que la noche no estaba hecha para el temor. No acepto que ahora, en muchos
lugares del mundo, y por culpa de unos hombres que han perdido toda inocencia,
sea necesario apagar las lámparas, y no para el amor, sino para los grandes
silencios del miedo.
Me resignaré a pensar que perdí el
compás de la historia. No me interesa alcanzarla. La mía, aquella que está
construida con la carne viva del corazón, me habla de una lumbre que muchas
veces, me ha enceguecido, y también destinado a la oscuridad. Pero sigo
viviendo apenas por el recuerdo de aquella luces; si muchas se ha apagado, es
suficiente, de una parte con que haya sido favorecido por el hecho de seguirlas
amando; y, de otra parte, otras, quizá más pequeñas, pero igualmente confiables
y dulces, me siguen iluminando, y diciéndome que es necesario vivir, porque yo
soy el único que puede velar, velar para que no desacompañe el aceite amistoso
de aquellos recuerdos. Son el olivo atento en medio de la confusión.
Consciente, pues, de mi propio arte, e igualmente de sus limitaciones, lo amo
por ellas y a causa de ellas, porque mi parte es la del César, y la perfección
corresponde a Dios. Un día –y no querría equivocarme- él me conducirá a la
calma de las grandes conciliaciones; entonces le habré encontrado un sentido al
pesar, y el sufrimiento no tendrá la impiedad de un rostro vacío. Ahora debo
aprender que no hay arte sin sufrimiento, pero también que la Belleza es un
candil, como en la escritura del salmo, colocado a los pies. No es inútil,
pues, haber padecido: una felicidad excesiva me habría encaminado a ignorar a
los otros, y el arte, en la última instancia, es una forma, y para mí la única,
de conocimiento y de moderación."